Doce muertes en cárceles ecuatorianas: crónica de una crisis que desborda los muros.
- Adrián Brizuela
- hace 3 días
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La muerte ya no sorprende en las cárceles de Ecuador. Es un ruido de fondo, un dato repetido hasta la saturación, una estadística que se actualiza con la misma rutina con la que se sirven los almuerzos fríos. Pero cada cifra tiene cuerpo y nombre, aunque el Estado no siempre lo recuerde.
La noche del 1 de noviembre de 2025, el Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Privadas de la Libertad —SNAI— confirmó doce nuevos muertos en tres prisiones: seis en la Penitenciaría del Litoral, cuatro en Turi y dos en Esmeraldas. Tres ciudades, doce cadáveres y una sola pregunta que atraviesa los partes oficiales y los silencios burocráticos: ¿quién gobierna en las cárceles ecuatorianas?
El informe preliminar habló de causas naturales, una explicación tan cómoda como vacía. Tuberculosis, dijeron algunos reportes. En Turi y Esmeraldas, sin embargo, los cuerpos mostraban heridas de bala, cortes y hematomas. La versión se bifurca, el lenguaje oficial se agota, y el patrón se repite. La muerte vuelve a tener firma, y esa firma no es la del Estado.

Este episodio es apenas el último eslabón de una cadena que no se detiene. En septiembre, dos masacres en Machala y Esmeraldas dejaron 31 muertos en menos de una semana. Días después, las autoridades insistieron en hablar de control. Las masacres, dijeron, “están siendo investigadas”. Pero las investigaciones en Ecuador, como los muros de sus cárceles, rara vez resisten la presión del tiempo.
El corazón podrido del sistema
Las cárceles ecuatorianas son hoy la metáfora perfecta del Estado: instituciones corroídas, sin autoridad, donde las reglas las dictan otros. Los pabellones son territorios con fronteras internas, las bandas administran justicia y el Estado es apenas un actor de reparto.
El sistema penitenciario se ha convertido en el laboratorio del crimen. Desde adentro se ordenan ejecuciones, se coordinan secuestros, se planifican extorsiones y se distribuyen armas. Los funcionarios estatales se mueven con cautela, sabiendo que un pabellón puede ser más peligroso que una frontera.
Entre 2018 y 2023, más de seiscientas ochenta personas fueron asesinadas dentro de las cárceles. Desde 2021, los muertos superan el medio millar. Son cifras que ya no conmueven. Las masacres son tan predecibles que se anuncian antes de que ocurran, como un ciclo climático que se repite con precisión enferma.
La Penitenciaría del Litoral, donde murieron seis de los últimos doce, es el epicentro de esta guerra. En sus pabellones se mezclan las viejas estructuras de Los Choneros con las nuevas células de Los Lobos y Los Tiguerones. Allí conviven el negocio y la muerte, la jerarquía del crimen y el abandono estatal.
Las condiciones del infierno
Un informe del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, publicado en noviembre de 2024, describe un panorama que parece escrito desde la distopía: hacinamiento extremo, celdas sin agua ni luz, alimentos podridos, médicos ausentes.

El Estado declaró el “conflicto armado interno” en enero de 2024 y entregó el control a los militares. Lo que debía ser un gesto de autoridad se transformó en una ocupación prolongada. Bajo los uniformes se documentaron torturas, golpizas, humillaciones. Los presos, despojados de toda voz, se volvieron invisibles incluso en su sufrimiento.
La militarización, lejos de traer orden, consolidó el miedo. Los pabellones se llenaron de castigos y silencios. La tuberculosis volvió a las celdas como una peste medieval. Y las denuncias, cuando aparecen, se pierden entre comunicados que no explican nada.
El eco del mundo
Las cárceles ecuatorianas se convirtieron en un caso de estudio internacional. Naciones Unidas, Human Rights Watch y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han publicado informes que se repiten en el diagnóstico: abandono estructural, hacinamiento, pérdida total del control estatal.
Ecuador, entre 2018 y 2022, tuvo la tasa más alta de muertes violentas en prisiones del planeta. Human Rights Watch habló de “almacenes de castigo”, no de centros de rehabilitación. La CIDH, por su parte, denunció el abandono de larga data y la falta de políticas públicas sostenidas.

El país que alguna vez presumió de estabilidad institucional hoy es observado como ejemplo de descomposición acelerada. El crimen encontró su cuartel en los penales, y el Estado su vergüenza.
La política frente al abismo
El debate político refleja la fractura de una sociedad que ya perdió demasiadas veces la esperanza. Daniel Noboa gobierna con la legitimidad que le dieron las urnas: venció a Luisa González dos veces, y con ello consolidó una narrativa de eficiencia y juventud que todavía conserva adhesión popular.
Su receta para la crisis carcelaria se sostiene en dos pilares: militarización y construcción de nuevas prisiones. Desde enero de 2024, las Fuerzas Armadas mantienen presencia permanente en los penales bajo el argumento de enfrentar al “terrorismo” de las bandas criminales. En paralelo, el gobierno construye “La Cárcel del Encuentro” en Santa Elena, un complejo de máxima seguridad que promete aislar a los líderes de las bandas y servir de emblema de su política de “mano dura”.
Noboa impulsa además reformas constitucionales que fortalecen la prisión preventiva y retiran a los reclusos de la categoría de grupos vulnerables. Su discurso apela a la seguridad, a la idea de que sin control no hay futuro. Pero las masacres de 2024 y 2025 ocurrieron bajo su mandato, con militares custodiando los muros. El control, otra vez, resultó ilusorio.
Del otro lado, Luisa González, candidata del correísmo, propone reconstruir el sistema desde adentro. Su programa insiste en la rehabilitación social y en la recuperación de la autoridad civil sobre las prisiones. Critica el desmantelamiento institucional iniciado con el cierre del Ministerio de Justicia durante el gobierno de Lenín Moreno. Su discurso, sin embargo, no logra romper la inercia: la sociedad ya le negó su confianza dos veces frente al mismo rival.
En ambos proyectos, el conflicto se resume en una tensión elemental: castigo o reconstrucción, control militar o capacidad civil. Pero mientras el debate se repite en los estudios de televisión, la violencia continúa escribiendo la agenda del país.

La violencia que sale del muro
La guerra en las cárceles no se queda encerrada. Se expande, muta, contagia. Entre 2018 y 2022, la tasa de homicidios se cuadruplicó. En 2023, Ecuador registró casi 7.800 asesinatos y se consolidó como uno de los países más violentos de América Latina.
Las bandas que controlan los penales manejan también la calle, los puertos, las rutas del narcotráfico y los barrios populares. Las cárceles se convirtieron en oficinas de planificación criminal. La frontera entre la prisión y la ciudad desapareció.
El exdirector de inteligencia Mario Pazmiño define esta situación como una “tríada de la desestabilización”: la protesta social, el terrorismo y el crimen organizado operando en conjunto para erosionar al Estado. En su análisis, las manifestaciones callejeras son parte del problema, lo que desató polémica porque asocia la protesta —un derecho universal— con la desestabilización. Su tesis incomoda, pero pone sobre la mesa el nervio central del conflicto: la crisis carcelaria ya no es un asunto penal, sino político, social y simbólico.
Las cárceles funcionan como el laboratorio de esa triada. Desde sus pabellones se financian acciones violentas, se infiltran movimientos sociales y se expande el miedo. Lo que ocurre detrás de los muros es la prolongación de una guerra que el Estado libra a ciegas.
La salida posible
Diversos informes nacionales e internacionales coinciden en que la solución requiere un plan integral. Recuperar el control civil sobre las prisiones, profesionalizar a los guías, instaurar mecanismos de inteligencia penitenciaria y restablecer programas reales de salud, educación y rehabilitación.
Sin inversión ni datos confiables, no hay política pública posible. Sin transparencia, no hay confianza. Y sin confianza, no hay Estado. El control militar, por sí solo, no reconstruye instituciones; apenas posterga la caída.
La transparencia es una urgencia: registros de población, traslados, muertes, enfermedades, uso de la fuerza, denuncias. Cada número oculto es un favor a la impunidad.
El cuerpo enfermo del Estado
La crisis penitenciaria es el espejo más nítido de un Estado en descomposición. El sistema carcelario se comporta como un organismo sin defensas, incapaz de distinguir entre el mal y el remedio. El crimen y la autoridad se confunden, los roles se invierten, los derechos se diluyen.
Mientras el gobierno promete cárceles nuevas y la oposición habla de rehabilitación, los muertos se siguen apilando. Cada parte oficial que menciona “causas naturales” oculta un sistema que se pudre a cielo cerrado.
Ecuador vive una guerra silenciosa que empezó en los pabellones y se extendió a las calles. En esa guerra, las cárceles son la trinchera y también el síntoma. Lo que ocurre tras los muros ya no puede separarse del país que las rodea.
El desafío no es solo recuperar el control, sino reconstruir la noción misma de justicia. Hasta entonces, la muerte seguirá siendo rutina. Y cada vez que el SNAI publique un nuevo parte, el país volverá a leer, sin sorpresa, que otro grupo de reclusos fue hallado sin vida, como si la tragedia ya formara parte del calendario.








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