Los ataques verbales y simbólicos de Javier Milei hacia los periodistas no son meras expresiones personales ni exabruptos aislados. Son actos de violencia ejercidos desde el cargo de Presidente de la Nación, con un claro objetivo de deslegitimar la crítica y amedrentar a quienes ejercen el derecho de disentir. Esta práctica trasciende lo anecdótico: es fascismo. Utilizar el aparato estatal para imponer un discurso único, polarizar a la sociedad y señalar a los periodistas como enemigos es una estrategia autoritaria que socava el pluralismo y pone en riesgo la calidad de la democracia. Por ello, corresponde denunciarlo de manera contundente.
El fascismo, en cualquiera de sus manifestaciones, comparte rasgos comunes. Niega el pluralismo al imponer una única narrativa y deslegitima cualquier forma de crítica. Además, recurre a la violencia, ya sea física o simbólica, como herramienta para reforzar su poder. En este caso, los insultos de Milei no son simplemente palabras: son un ejercicio de poder que busca intimidar y eliminar del debate público a quienes cuestionan su autoridad. Estas prácticas deben ser confrontadas, no solo por el daño que causan a los periodistas como individuos, sino también por el precedente que sientan en el uso del poder estatal como herramienta de coerción.
Sin embargo, esta situación plantea un dilema. Muchos de los periodistas atacados hoy por Milei han sido, en el pasado, funcionales a un sistema de medios concentrado que también ejerció violencia simbólica. Ese sistema, dominado por grandes conglomerados mediáticos, tergiversó la realidad, marginó voces disidentes e impuso un pensamiento único al servicio de intereses económicos y políticos específicos. Reconocer esto no justifica de ninguna manera la violencia actual, pero sí obliga a admitir que la concentración mediática también representó, en su momento, una forma de fascismo simbólico. Ambas prácticas, aunque con orígenes distintos, emergen de sectores de poder que buscan defender sus intereses a costa de la verdad y el pluralismo.
Hoy, el escenario ha cambiado. La formación de opinión pública ya no depende exclusivamente de los medios tradicionales. Antes, la radio y la televisión replicaban la agenda de la prensa gráfica, concentrando la narrativa en pocas manos. Ahora, el poder comunicacional se ha desplazado hacia las plataformas digitales y las redes sociales. La mayoría de la gente consume información desde sus teléfonos inteligentes, muchas veces a través de contenidos que no han pasado por procesos de verificación periodística. Este cambio ha generado nuevos problemas: Internet está saturada de información no verificada; el anonimato permite crear y propagar campañas de manipulación; y las redes sociales han facilitado la creación de sistemas de comunicación premeditados que amplifican información falsa para moldear la opinión pública según intereses específicos.
Javier Milei defiende este nuevo sistema como un espacio de libre expresión, pero esa afirmación es engañosa. Las redes sociales no son espacios de libertad absoluta; están condicionadas por algoritmos que priorizan ciertos contenidos y por la capacidad de actores organizados para manipular información de manera masiva. Además, Milei ha sido acusado por sectores de la oposición y del periodismo de utilizar fondos estatales, como los destinados al sistema de inteligencia, para financiar redes de desinformación diseñadas para beneficiar su posición política. Si estas acusaciones son ciertas, el discurso de "libertad" en las redes es una fachada que oculta prácticas de manipulación profundamente autoritarias.
Frente a este panorama, es fundamental rechazar cualquier forma de violencia simbólica, venga del Estado o de los medios concentrados. En su momento, denunciar el pensamiento único impuesto por los grandes medios fue un acto necesario. Hoy, denunciar la violencia estatal ejercida por Milei es igual de urgente. Pero esta resistencia debe basarse en principios democráticos: no podemos combatir la violencia con más violencia ni la mentira con más mentiras. Construir una alternativa significa defender el pluralismo, la verdad y el respeto, sin recurrir a las mismas armas de manipulación y polarización.
La violencia simbólica, sin importar su origen, siempre es una herramienta para defender intereses de poder y silenciar el pluralismo. Como sociedad, debemos confrontarla con coherencia y determinación, denunciando lo que está mal venga de donde venga, y hacerlo desde un compromiso inquebrantable con los valores democráticos. Solo así podremos construir una democracia auténtica, libre de la manipulación y el autoritarismo que amenazan nuestras instituciones.
Yorumlar