En una elección histórica, Estados Unidos le ha dado a Donald Trump una segunda oportunidad en la Casa Blanca. Pero lejos de marcar un cambio de rumbo, su regreso a la presidencia parece la última jugada de un sistema que sigue sin cuestionar las raíces de su crisis: una estructura económica y social que distribuye la riqueza de manera profundamente injusta, donde los pobres se hunden aún más y los ricos se siguen enriqueciendo. En esta fórmula, la búsqueda de soluciones se reduce a discursos que apuntan a los inmigrantes como responsables de los problemas nacionales, desviando la atención de los conflictos reales.
La victoria de Trump es un síntoma de un electorado preocupado. La economía, golpeada y cada vez más excluyente, y el flujo migratorio —frenético y constante— dominaron el debate, desplazando temas como la institucionalidad democrática o los derechos de las mujeres. En los estados péndulo claves —Pensilvania, Georgia, Carolina del Norte— el peso de las promesas económicas y la seguridad fronteriza fue contundente.
Infografía de Bbc.com
Cuando concluya su mandato, a sus 82 años, Trump se convertirá en el presidente más longevo en la historia del país. Habrá vuelto a la Casa Blanca después de haber perdido la reelección, algo que sólo Grover Cleveland había logrado en el siglo XIX. Pero este regreso triunfal no es sólo un fenómeno individual: es un reflejo de una sociedad atrapada entre la nostalgia de un supuesto pasado de gloria y un presente lleno de desigualdad.
Con una mayoría en ambas cámaras legislativas, Trump tendrá la capacidad de actuar sin demasiada oposición en la implementación de su agenda, que recorreremos en tres frentes principales: la economía, la inmigración y la política exterior.
En economía, las señales son claras: se retomarán políticas de bajos impuestos y desregulación ambiental, en un intento de revivir el crecimiento que su administración alcanzó antes de la pandemia. Pero esta estrategia de estímulo a través de reducciones de impuestos a las corporaciones y los ricos podría profundizar aún más la brecha entre las clases sociales. En lugar de aliviar la carga de quienes menos tienen, la propuesta parece consolidar un sistema donde las oportunidades siguen siendo escasas para la mayoría y sólo accesibles para unos pocos.
La inmigración, uno de los caballos de batalla de la campaña de Trump, apunta a la expulsión de millones de indocumentados y la continuación de la construcción de su muro en la frontera sur. Sin embargo, la "solución" del muro y la expulsión masiva, lejos de resolver los problemas estructurales de Estados Unidos, afectarán gravemente sectores como la agricultura y la construcción, donde el 17% y el 13% de la fuerza laboral, respectivamente, están compuestos por inmigrantes. Este enfoque supone un golpe para la economía y exacerba un clima de división, desviando la atención del verdadero enemigo: un sistema de distribución que, más que repartir, excluye.
En política exterior, el gobierno de Trump ya ha anunciado un cambio de dirección en relación con sus aliados y enemigos. Con una perspectiva de aislacionismo disfrazado de proteccionismo, el nuevo mandato promete el final de la guerra en Ucrania mediante concesiones a Rusia, una postura de fuerza en el Medio Oriente con apoyo absoluto a Israel, y un endurecimiento de las relaciones con América Latina, donde temas como el comercio y la migración se tratarán desde una postura de fuerza. Para Trump, el proteccionismo no es sólo una estrategia económica, sino también un pilar de su visión del "gran Estados Unidos": una potencia que mira hacia adentro y le da la espalda al multilateralismo.
En este contexto, las promesas de Trump no pueden esconder el país que queda por detrás. La crisis de seguridad, con un número récord de armas en circulación —390 millones, una cifra que supera la población total—, genera una tensión constante en cada rincón del país. Las armas de fuego son hoy la principal causa de muerte entre niños y adolescentes, una realidad insólita para una nación que se autodefine como líder del mundo libre.
La crisis de las drogas también se ha convertido en una amenaza continua. Con más de 107,500 muertes anuales por sobredosis, el fentanilo se ha erigido en el enemigo invisible que diezma la salud pública. Y la propuesta de Trump es de fuerza más que de prevención: menos inversión en salud y más recursos para la intervención de las fuerzas de seguridad. En lugar de abordar las causas de fondo, el gobierno de Trump parece decidido a aplicar una estrategia de mano dura que, como ha demostrado la historia, rara vez produce soluciones duraderas.
La vivienda y la pobreza, dos pilares básicos de la estabilidad social, no escapan a esta realidad. Con precios que crecen a un ritmo mucho mayor que los ingresos, cada vez son más las familias que dedican la mayor parte de su salario a pagar alquileres desorbitados, lo que incrementa las cifras de personas sin hogar en las grandes ciudades. Y aunque Estados Unidos se precia de ser una de las economías más desarrolladas, el 11.5% de su población vive en la pobreza. Estas cifras son más que simples estadísticas: son el reflejo de un sistema que, en lugar de avanzar, parece estar atrapado en un ciclo interminable de exclusión y desigualdad.
El triunfo de Trump y la situación de Estados Unidos no son fenómenos aislados; por el contrario, su influencia se extiende mucho más allá de sus fronteras. Como potencia económica y militar, sus políticas y decisiones impactan a escala global, y una nación que se repliega, que cierra sus puertas y toma decisiones basadas en el miedo y el proteccionismo, inevitablemente transmite estas crisis al resto del mundo.
Así, la crisis estadounidense se convierte en un reflejo de las crisis de muchos países que siguen su modelo, una imagen de un sistema que elige aferrarse a sus viejas fórmulas en lugar de afrontar la necesidad de un cambio. El triunfo de Trump, lejos de ser una victoria, se perfila como una advertencia de lo que ocurre cuando las sociedades se niegan a cuestionar las raíces de sus problemas.
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